Les llamaron locos, herejes, inmorales. Los llevaban a los tribunales, y ellos iban a allí contentos porque entonces podían celebrar sus escándalos, seguir escupiendo su bilis ante un público cautivo, que no compraba sus novelas pero sí vociferaba contra su presunta pornografía. Fueron, básicamente, tres, hacia 1880: Alejandro Sawa, Eduardo López Bago y Felipe Trigo. Estaban hartos de la calma chicha de la Restauración. En el mundo existían cosas que nadie quería ver, porque nadie quería arreglar. La virtualidad de la obra literaria ayudaba a todos esos buenos ciudadanos a construirse un mundo perfecto, el mundo de la idealidad en que habitaban, que debía verse reflejado en novelas ejemplares: épicas, morales, espejos de virtudes y de abnegación. Sin embargo, esa pequeña galaxia de chalados reflejaba peleas, prostitución, matrimonios por dentro, explotación contra la mujer, servidumbre, noche cultural, bragas, calzoncillos, ropa sucia, suburbios, tuberculosis, antros, garitos, tugurios, buñolerías, enfermedades venéreas. Con más urgencia que buen estilo deseaban dar puñetazos literarios, remover un poco el cotarro. Y ese fue un poco el problema: escribir una literatura basada en toscos puñetazos, cuando afinar el sarcasmo podría haber sido mucho más efectivo.
La
Historia los olvidó, pero esa historia ha vuelto. Con la sociedad hecha un
adefesio, surgen voces que reclaman una literatura moral, ajustada, espejo de
buenas costumbres. Sin embargo, el monstruo continúa aquí delante. No verlo o
no querer reflejarlo ni examinarlo constituye la hipocresía de nuestro tiempo. Cada
vez son más los novelistas que pierden la paciencia ante las policías
lingüísticas, que son policías ideológicas. Pero lo hacen con más astucia que
Sawa o López Bago. En eso hemos mejorado bastante. La sinceridad literaria no
tiene por qué soltar la mano al estilo. Tampoco hace falta hoy acabar en el
calabozo. Aunque tiempo al tiempo… De momento (y antes no pasaba) si escribes
un mail a un amigo que tiene algún cargo a su dirección de trabajo, el mail
rebota. Es asombroso: si escribes “whisky” o “churri” en un mail, un robot con
criterios morales selecciona tu correo y lo pone en cuarentena. Las palabras
malsonantes son como un virus. De algún modo se nos invita, no a que nos
pongamos un condón, sino a que vivamos dentro del condón. Dentro de la
profilaxis hablada, nuestra nueva religión.
De
momento, nos quedan novelas como la que acaba de publicar Juan Carlos Márquez. Resort (Salto de Página) explora la
oscuridad de nuestra pobre civilización
presente. Las vacaciones familiares son la quintaesencia de la hipocresía
social de nuestro entorno. Las familias se trasladan a lugares horribles, en
los que se pelea por una hamaca, donde las sonrientes animadoras de hotel odian
su trabajo, su ropa, el peinado que les obligan a llevar, donde toda promesa de
vida feliz es prostituida y bastardeada. Donde desaparecen los niños, donde la
comida es reutilizada una y otra vez, donde los cocineros son magos del
glutamato, donde los hombres no saben ya qué hacer con sus erecciones. Donde un
jubilado monta celosa guardia durante horas sobre un rectángulo de arena en el
que, unas horas más tarde, ha de yacer su familia. Donde un padre de familia va
perdiendo poco a poco su serenidad para acabar explotando de rabia. Donde toda
la hediondez moral de nuestro tinglado económico aflora, con las taras que
nadie quiere ver: pobreza, ansiedades, insatisfacción, explotación, radical
fealdad arquitectónica, sinsentido cotidiano, alienación, comida basura,
presión estética, desposesión del cuerpo. Centrada en la peripecia de un
policía que acaba de procrear, Resort muestra
el reverso de nuestra presunta felicidad, creando un micromundo de oscuridad en
la que vivimos inmersos, y esto si no se da el caso de que esa inmensa fábrica
de hipocresía nos deglute y nos obliga a participar de sus rituales sociales,
como el Aquagym o las discotecas.
Márquez
nos acompaña al lugar desde el que podemos desmontar las sonrisas de las
fiestas del consumo, donde la persona humana es capaz de rebajarse hasta
extremos inquietantes.
Menos
corrosiva y más introspectiva, Inundación
(Sloper), de Patrícia Font,
también transcurre en un micromundo anónimo que gira en torno a la playa y sus
inenarrables prácticas sociales. Hernán es un joven perdedor que regenta, junto
a su padre, un chiringuito de playa cutre y ruinoso. A Hernán le ocurre algo
extraño: de repente, se le aparece su hermano Julio, muerto tres años antes, y
este hecho inexplicable acciona los engranajes de su vida absurda, de su
existencia para la nada, para la deuda.
Márquez
hace diez años que publica, y no para de ganar premios. Es un nombre en
ascensión, y su nueva novela es un grado más a su progresión. Se le ve un autor
con las herramientas a punto. Su estilo es directo y sabio, rápido y afilado, y
también vampírico. Font procede del mundo del teatro, aunque también ha
trabajado para la televisión. Inundación es
su primera novela, y ha hecho bien en esperarse. Su narración es dinámica y
mental, se nota que pertenece a alguien acostumbrado a pensar sobre el diálogo
y la escena. Nada que ver con la literatura de batracio, empachada de conceptos
librescos y moralina multiusos. Una muestra representativa de la particular voz
fontiana podría ser el siguiente párrafo: “Julio se levanta y abraza a su
hermano [recordemos que se trata de un fantasma] y él se deja abrazar para
volver a comprobar que es real. Bueno, a ver cuándo se pudre, se evapora y se
va, igual que se va la resaca. Julio: Si uno le quitara lo de la muerte, ¿qué
hay de él en él? Solo uno se conoce a sí mismo. Hernán le toca los brazos,
hunde sus dedos contra la carne, calibra la tensión de sus músculos; es súper
real. Julio se queja de un pellizco, pega un saltito y se queda en la parte
soleada del balcón. Grita de dolor, un alarido profundo, de esos que engullen
al resto de sonidos, a todos los ruidos de alrededor, parecido al centrifugado
de una lavadora sobrecargada. ¿Le está pasando algo? Hernán deduce que Julio
tiene la fisiología de un vampiro, quizás de un zombie. Todo esto le está rallando bastante”. Bailando pobremente
entre la realidad y el deseo, Hernán trata de instalarse en la utopía. Una
utopía caracterizada por el bienestar económico y una vida menos subhumana,
sexualizable: “Hernán sabe que su padre debe de estar en el bar, detrás de la
barra con su calva y su barriga, con la bayeta sucia encima de alguna mesa. Y
esperando que él descuelgue para meterle
la bronca. Eso es lo que es. Pero Hernán sabe que en el futuro será distinto.
Hernán se imagina el futuro; uno bucea y sale a flote y todo lo ve claro y sin
sal. Ve el local reformado y casi puede oler la comida; casi escuchar el grupo
de música que contratarán en temporada alta”. Lo que es y lo que podría ser.
Pero las alemanas empapadas en bañador que acuden a su puerta, se quedan fuera
de su chringuito, y no llegan a entrar. Porque Hernán ni siquiera es capaz de
comunicarse con ellas. Porque es un cateto. El clásico cateto español de 1960.
Porque no hemos avanzado nada, leches.
El
fantasma se escapa y Hernán sale a buscarlo, preguntándose si no estará
buscándose a sí mismo. Porque Hernán no es como el policía o el papi de la
novela de Márquez, no va caliente eternamente. Su desidia vital es tan
preocupante que ni siquiera le interesan las chicas. La feminidad, en la novela
de Font, es sobre todo ausencia. Y no debe extrañarnos, con este panorama
humano de mafiosos cutres, perdedores y peligrosos chulos. Las vacaciones son
un espacio de masculinidad reptante, fundamentalmente ensuciada. Lo único que
le preocupa es conseguir dinero para poder comprar alcohol, venderlo y salir a
flote.
Estilo
de paradojas, elipses y juegos de equívocos. Juguetón y melancólico. Font
explora los horizontes metafísicos de la persona humana a través de objetos amenazados,
manchados de decadencia y hollín cotidiano: lavadoras, cubatas, bambas de
plástico, bolsas de deporte, patatas fritas, coches sin glamur, bloques de apartamentos,
chancletas, bayetas y bañadores. Todos los objetos abocados al fracaso que
conforman este pequeño universo de la derrota que es un pueblo de costa
indistinguible del de al lado. Porque tanto el hotel de Márquez como el
putrefacto pueblo de Font son la cloaca de la Humanidad. Y allí, con todo en
contra, rodeados de macetas y biquinis y camareros, tienen que sobrevivir sus
estragados protagonistas.
Alegrémonos
de poder contar con novelistas que oxigenan nuestra atmósfera. Nuestros
feudalismos mentales tienen las de ganar, pero aún podemos dejar de reptar y
desafiarnos ante tanta falsa calma chicha de la Restauración.
Andreu Navarra
Andreu Navarra
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