Sobre
el valor de la obra ensayística y política de Enric Prat de la Riba
(Castellterçol, 1870-1917) se producen ciertas unanimidades: en primer lugar,
con el precedente único de Valentí Almirall, se reconoce que fue el hombre
clave para que el nacionalismo apolítico de la Renaixença entrara en una fase constitutiva, de construcción
institucional, con vocación política y parlamentaria. En este sentido, se
distinguen en su evolución dos etapas muy claras: la primera, de juventud y
formación, de naturaleza muy reivindicativa y otra, iniciada hacia 1906, de
afirmación institucional y aplicación práctica de sus principios teóricos. Otro
consenso le reconoce una capacidad organizativa y un olfato para captar a
jóvenes talentos fuera de lo usual. Si tantos y tantos proyectos culturales y
científicos culminaron con éxito durante su etapa de presidencia de la
Diputación de Barcelona fue por la habilidad con la que supo ganarse el afecto
y el apoyo de plumas y cerebros tan destacados como las del político socialista
Rafael Campalans, el ingeniero Esteve Terrades, el publicista Antoni Rovira i
Virgili, el filósofo Eugenio d’Ors, el pedagogo Alexandre Galí y un
microejército de intelectuales a quienes supo aglutinar y ocupar con éxito
indiscutible.
Prat
era un jurista germanófilo. Sus ideas sobre lo que era una nación procedían,
generalmente, a excepción de Taine, de pensadores germánicos: Herder, Fichte y
Krause. Su más ilustre compañero de generación, Joan Maragall, también era
acusadamente pro alemán en sus concepciones filosóficas. Su temperamento
católico y clerical (cuenta Rovira i Virgili que los ateos le provocaban una
náusea orgánica) no le impidió darse cuenta de que incluir a los sectores
republicanos en su proyecto resultaba imprescindible para culminar sus
aspiraciones de reconstrucción nacional interna. Así, por ejemplo, en los
plenos de la Mancomunidad, era habitual que incluso más de la mitad de los
diputados fueran de procedencia republicana. En
otras palabras: se dio cuenta de que sin contar con la izquierda
resultaría imposible reconstruir las instituciones propias de la Cataluña
autónoma, desaparecidas en 1714. Si hubiera contado únicamente con elementos
del partido que lideraba, la Lliga Regionalista (regionalista en Madrid, pero
nacionalista en Barcelona) sus líneas de actuación política no hubieran contado
con el consenso que les dio impulso entre la intelectualidad catalana.
En
1891 fue elegido Secretario de la Unió Catalanista, y desde ese cargo empezó a
trabajar en la redacción de las célebres Bases
de Manresa, que querían ser el fundamento de una Cataluña ordenada como
autonomía. Una de sus aportaciones al debate (ya lo observó con agudeza Rovira
i Virgili) fue La política y la cuestión
social, publicada por separado con motivo del 1 de mayo, donde es palpable
que Prat, desde posiciones doctrinarias y dirigistas, intentaba ampliar la base
popular del catalanismo y diseñar una política de armonización social. Su Tesis
Doctoral, leída en Madrid en 1894, se tituló La Ley jurídica de la industria, y trató de introducir regulaciones
al trabajo fabril. Su labor al frente de la Mancomunidad de Cataluña no es más
que la realización de aquellas inquietudes patrióticas. Un texto revelador de
aquella etapa reivindicativa es el Compendio
de doctrina catalanista (1894), escrito en colaboración con Pere
Muntanyola, agriamente antiestatal, y el Missatge
al Rei dels hel·lens (1897), donde la comparación implícita de la Monarquía
hispánica con el obsoleto Imperio Otomano levantó ampollas.
El
segundo Prat, el primer político español capaz de desarrollar un proyecto
reformista y regeneracionista a gran escala, suavizó esas asperezas
revolucionarias contra el Estado español, aunque la crítica frontal a sus
deficiencias institucionales no cejara nunca. El Prat presidente de principios
de siglo XX era un Prat más moderado, menos romántico y más partidario del
pactismo tradicional.
El vector regeneracionista que presidió su obra escrita e
institucional es especialmente perceptible en su Ponencia sobre los
ferrocarriles secundarios (1907),
tema que también preocupó al otro gran cerebro político de la Lliga, Francesc
Cambó. Su providencial elección como presidente de la Diputación de Barcelona
ese mismo año se ha relacionado con este escrito. Fue reelegido en 1909, 1911,
1913 i 1917. A partir de la fundación de la Mancomunidad de Cataluña (1914),
firmada por Alfonso XIII y Dato pero implantada por Canalejas, el proyecto
nacionalista de Prat cobró un nuevo impulso, implantando con mayor seguridad
institucional las líneas políticas esbozadas en su libro fundamental, La Nacionalidad Catalana (1906). El
ensayo fue rápidamente considerado la base teórica del nacionalismo catalán
conservador. Prat trazaba en él una distinción entre Nación y Estado que hizo
fortuna: por un lado, la Nación era una identidad natural, mientras que el
Estado era una construcción artificial y ligada, en el caso español, a un
imperialismo de corte clásico desarrollado durante el Renacimiento. A ese
imperialismo heredado de Carlos I, oponía Prat un imperialismo federal de raíz
catalana, pactista y neomedieval: la unión de todas las nacionalidades ibéricas
desde el Ródano hasta Lisboa. Como demostró Josep Murgades, las tesis
imperialistas del joven Eugenio d’Ors influyeron, debidamente adaptadas a un
sentido nacionalista, en esta construcción doctrinal pratiana.
Durante la Primera Guerra Mundial, Prat repensó España
como una corona bicéfala como la del Estado austrohúngaro. Entre 1906 y 1923 se crearon en
Cataluña, merced al desempeño de la presidencia de la Diputación y a la
Mancomunidad, las siguientes instituciones: Institut d’Estudis Catalans (1907),
Consell d’Investigació Pedagògica (1913), Biblioteca de Catalunya (1914),
Escoles d’Estiu (1914), Escola de Funcionaris d’Administració Local (1914),
Escola Montessori (1915), Comissió d’Educació General (1918), escuelas de
Comercio y bibliotecas populares (1918), escuelas Experimentals (1918) y
Estudis Normals (1919). Y todo esto con recursos económicos exiguos (no
olvidemos que la Mancomunidad no era una autonomía. Como ente administrativo
que era, carecía de la capacidad de legislar y podía ser revocado desde Madrid
en cualquier momento. Cataluña quedó sembrada de cables telefónicos,
bibliotecas y carreteras que unieron infinidad de pueblos antes aislados,
dinamizando el comercio interior como nunca antes. Fueron impulsadas toda clase
de iniciativas de higienización y aculturamiento patriótico.
Enric
Prat de la Riba fallecía el 1 de agosto de 1917, víctima la enfermedad de
Basedow, dolencia que había contraído en la cárcel. Fue sucedido por Josep Puig
i Cadafalch, de temperamento más rocoso, y quien tuvo que lidiar con la guerra
civil callejera que se iba desatando en las calles de Barcelona, con éxito
desigual. Tras la desaparición del “seny ordenador de Catalunya”, como lo
bautizó Eugenio d’Ors (quien se dirigía a él por carta como “Director”), la
Lliga Regionalista viraría decididamente hacia la defensa encastillada de los
intereses de la Patronal a través de la intervención del ejército. La
pluralidad institucional, la templanza y los equilibrios pratianos desaparecían
con él. No sus iniciativas, que continuaron vivas durante mucho tiempo, hasta
hoy incluso.
Y
es que parece indiscutible que, sin los precedentes de Prat, no hubieran
existido ni la autonomía republicana de 1932, ni la democrática de 1978. Hasta
es posible que la lengua catalana ni siquiera hubiera sido normalizada, ni la
cultura homologada en calidad y densidad a la europea. Es por estos motivos que
el centenario de su muerte representará una efeméride importante. Como ya
indicó Ucelay-Da Cal, Prat es un capítulo importantísimo también para la
historia de España, porque aportó un modelo práctico de modernización
institucional y educativa.
Publicado en "La Aventura de la Historia" - Agosto de 2017
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